Entré
en la papelería y seguía estando allí. La acompañaba un muchacho joven y fuerte
que, a juzgar por las canas de Nieves, debía ser su hijo. Me acerqué a ella, le
sonreí y le dije: “Hola”. Ella me miró a los ojos y me dijo: “Buenos días, ¿qué
desea?”. No vi un destello de reconocimiento en sus ojos, ni un despojo de
complicidad en su sonrisa. Ella no sabía quién era yo, y, por supuesto, no sabía
que la conocía, ni mucho menos que yo la había amado en secreto cuando teníamos
quince años y una vida por delante.
Me
aplastaron la realidad y mi cobardía. Al final acabé comprando un par de lápices
y una goma de borrar y, si hubiese podido, hubiese comprado una oportunidad de
volver a aquellos años y decirle lo que sentía.
Teodoro Peñaroja Canós